Postrada en la cama, con los párpados cerrados, recordó que la habían envenenado. De repente, escuchó cómo alguien requería su atención.

Abrió los ojos y vio a una chica sonriente y a un hombre de semblante sombrío. Teresa entendió esa expresión como la certeza de haber sido intoxicados por idéntica ponzoña, estaba convencida de ello. Si aquellas dos personas colaboraban podrían salvarse los tres, porque sabía cómo hacerlo.

Teresa les hostigó para que bajasen a la farmacia y comprasen un emético porque ella, impedida como estaba, era incapaz de hacerlo. Les explicó que había buscado en la despensa la garrafa de vino purgante, pero estaba vacía dado que ella nunca bebía, solo lo acopiaba para eventuales invitados. No obstante, como nadie la visitaba, había descuidado restituir dicha bebida.

Ninguno de ellos parecía comprender lo que les explicaba. Entonces fue consciente de su error: había omitido advertirles que no había localizado en la rambla del Vinalopó esas flores de pétalos largos, cuyo nombre no recordaba, que también habrían servido para su propósito. Como vivía tan próxima a la Plaza de San Juan, el cauce no se encontraba lejos, con lo cual podían acercarse a recoger dichos brotes. Era una de las ventajas de morar en aquella zona del Raval: tanto el río como la Iglesia de San Juan, en la que se había casado, se encontraban a tiro de piedra. Empero, ambos desconocidos seguían contemplándola con desconcierto. Dado que no aparentaban estar demasiado dispuestos a recolectar plantas, perseveró en que acudiesen al dispensario a por el remedio encomendado.

Los dos extraños se miraron confusos. La chica le dedicó entonces una tímida sonrisa que, en realidad, denotaba más aflicción que alegría. A continuación, el hombre, como iluminado por una revelación fulminante, se dirigió por primera vez a Teresa y le informó de una funesta noticia: la farmacia estaba cerrada. Resultó un tremendo mazazo para la anciana, mas insistió: debía existir algún boticario de guardia. Recibió una nueva decepción: sí, lo había, pero demasiado lejos de allí.

Esas dos personas no parecían entender que les iba en juego la vida. De hecho, no parecían entender nada de lo que les estaba diciendo.

Y no se equivocaba. Bajó los párpados y se evadió de la escena, deambulando con parsimonia entre pensamientos difusos, hasta que su mente quedó en blanco.

De repente, recordó que la habían envenenado. Abrió los ojos y se topó con un hombre y una mujer, también afectados por el mismo mal. Era su oportunidad: ellos podían partir hacia la farmacia y conseguir medicamentos que eliminasen el tósigo, por lo que les explicó la situación con toda la vehemencia que le fue posible reunir.

Apenas se dio cuenta durante su alocución de que su oyente masculino susurró a su acompañante una frase concisa, aunque saturada de inagotable desazón.

“Cree que la han envenenado…”.

La chica asintió. Aguardó a que Teresa concluyera y, acto seguido, empleó con ella un tono audible y sereno.

–Tere, hemos hablado con el médico. Dice que, para disolver el veneno del estómago, tienes que beber mucha agua. ¿Quieres una poquita?

Teresa consintió. ¡Por fin una buena noticia! Los labios de la joven se curvaron henchidos de satisfacción, tras lo cual marchó buscando el líquido prometido. La anciana cerró de nuevo los ojos, ajena a cómo el hombre, que permanecía a su lado, la miraba. Cuando volvió a alzar los párpados, la muchacha, de vuelta, le acercaba la pajita que asomaba por encima de un vaso. Teresa acomodó como buenamente pudo los labios y sorbió con todo el vigor que su languidez le permitía.

Tras dos exiguos tragos decidió que era incapaz de beber más. A continuación intentó vomitar el veneno, pero la chica le recordó que para evitar la intoxicación debía retener el líquido ingerido, no expulsarlo. La joven se presentó y le preguntó si la reconocía, y lo mismo hizo con el varón. Teresa no les había visto nunca hasta aquel momento. Después le hicieron preguntas sobre su familia, sus hermanas y sobrinos. Teresa les habló de su sobrina Lola, siempre malhumorada. De su sobrino Víctor, guapísimo, rubio con los ojos azules. De otro de sus sobrinos, su favorito, al que más quería aunque estuviese mal confesarlo, que la llamaba perla y nunca iba a visitarla. Las dos personas volvieron a presentarse, sin que sirviera de utilidad alguna. Teresa no conocía a ninguno de ellos.

De repente, recordó que la habían envenenado. Por fortuna no estaba sola: cualquiera de los presentes podía personarse en la farmacia y adquirir algún jarabe capaz de hacerle expulsar la sustancia nociva. La señorita, sosegada, le explicó que el doctor le había prescrito beber agua para diluir el veneno. Le colocó entre los labios la pajita de un vaso que debía haber dejado allí el médico mientras ella dormía. Teresa desistió tras un exangüe trago. Los músculos de su garganta comparecían agotados, como si hubiese estado trasegando durante toda la tarde.

El hombre situado al otro lado de su cama tomó la palabra, y le habló de su familia. De su sobrina cascarrabias, de su sobrino el guapo, de su sobrino favorito. Teresa asentía: conocía a todas las personas de las que hablaba. Entonces él decidió identificarse, compeliéndola a reconocerlo. La nonagenaria, como era obvio, nunca le había visto. El fulano, con aspecto macilento, guardó silencio. La anciana volvió a bajar el telón de sus párpados.

De repente, recordó que la habían envenenado. De hecho, habían envenenado a todos los concurrentes allí. Con notable agitación advirtió al resto del peligro, pero ninguno de ellos hizo ademán de moverse. El hombre, capitulando, apartó la mirada. La joven le dedicó una apocada sonrisa, sin conseguir disimular su congoja.

Claudicaron. La chica besó en la mejilla a la veterana mujer, y él hizo lo propio. Dirigiéndose hacia la puerta de la habitación, ante la eterna cara de incomprensión de Teresa, el hombre le dedicó unas últimas palabras.

–Vamos a la farmacia, perla. Volveremos pronto.

Acto seguido, aquellos dos extraños partieron. Teresa volvió a sellar su mirada, exhausta. Su mente se dispersó, alcanzando la nulidad de la conciencia. Minutos después, se preguntó dónde estaba. Izó los párpados y no reconoció la habitación donde moraba.

De repente, recordó que la habían envenenado. Alguien debía acudir de inmediato a la farmacia, pero nadie aparecería para auxiliarla. Sobrevivía sola en aquella alcoba desde hacía más tiempo del que era capaz de evocar.

Jamás nadie la había visitado allí.