¿A quién no se le ha pasado por la cabeza alguna vez matar a alguien?. No nos referimos a ese odio primario que nuestra frustración cotidiana trata de canalizar mediante reacciones extemporáneas. Matar puede llegar a ser una simple respuesta a un complejo callejón sin salida. O también puede carecer de explicación alguna. Matar, sí, deshacerse de alguien incómodo porque nos amarga la vida, porque nos ha ofendido o, simplemente, porque nos resulta molesto. Entonces el deceso del finado constituye una verdadera liberación. Pero, ¿hemos pensado que puede haber momentos en la vida en los que se asesina al prójimo sin más?. No hay móvil, no hay motivo, sencillamente se mata porque acontece un instante, como caen las hojas en otoño o como en primavera, en una tarde calurosa y soleada, de repente cae una granizada que lo destroza todo.

Asunción, Asun, Xon era una joven trabajadora del calzado de baja desde hacía meses que un día sin saber muy bien por qué asesinó a una persona.  De buena mañana, después de haber depositado por unas horas a su bebé en una guardería cercana a su domicilio, en el carrer Fossar, acudió al mercado a por unas cuantas verduras y carne para la comida. Ese nuevo y acristalado mercado improvisado del que decidió regresar bajando las escaleras del puente de Canaleja,  pasando por el desvencijado edificio que había acogido la central de Correos. Poco después, cuando caminaba con su cesta de mimbre en una mano, al pasar por el puente más antiguo que atravesaba aquella rambla, la del Vinalopó, empujó con una fuerza descomunal a una señora mayor que estaba asomada mirando las pinturas en el hormigón, el leve transcurrir del agua por su acequia, un poco desbordada tras una noche de lluvias junto al tajamar, de tal modo  que propulsándola al vacío, pereció esta segundos después del impacto contra el sólido fondo  del decorado encauzado.  Ni siquiera se tomó la molestia de mirar el resultado de su acción. Era consciente de lo que había hecho e incluso sintió un helado escalofrío en la espalda al oír el grito desencajado y el crujido final del cráneo al estallar. Pero lo cierto es que prosiguió tranquilamente, solo acelerando levemente su marcha, hasta abandonar el puente de Santa Teresa.

Fue sorprendente que nadie se percatara del hecho. Solo un anciano que circulaba por la otra acera en sentido opuesto, hacia el carrer major del Plá y que estaba ya cercano a abandonar el viaducto, al oír el grito, se giró y después, acercándose a la barandilla de enfrente, observó al fondo como la sangre del cráneo fracturado de la anciana coloreaba intensamente el abstracto dibujo del fondo. Ningún coche circulaba en aquel momento por el trayecto del pequeño pero profundo puente. Xon, Asución, había ya girado hacia su manzana, tres calles al sur del cauce, subiendo la cuesta de Porta Oriola y Sant Miquel. En realidad nada cambió en la ciudad porque las noticias afirmaron que una persona de avanzada edad se había lanzado al vacío de buena mañana. Paradójicamente Xon, la asesina, escuchaba la noticia mientras cuajaba una tortilla a la francesa y su marido miraba en el teléfono las típicas tonterías de un grupo de mensajería.

-Otra persona que se suicida. Vaya racha llevamos. Este último mes ya van cuatro-  decía el marido
-Sí, debe ser la crisis- contestó con indiferencia la asesina.

Un suceso sin importancia. Era habitual en aquella ciudad que los suicidas utilizaran los numerosos puentes para acabar con todo. Nadie, por tanto, podía siquiera intuir que se trataba de un asesinato.

Nadie excepto otra mujer. Esta mujer había visto algo desde el balcón de un octavo piso del bloque que había inmediatamente junto a la estrecha calle que conducía al puente, en la esquina con Juan Ramón Jiménez. Acababa de dar la última calada a un Chester justo en el momento que observó como la vieja se reventaba en la dura superficie de la rambla. En realidad había creído ver, casi en estado de conmoción, que mientras el bulto negro se estrellaba en el suelo seco de aquel río casi sin agua una mujer de mediana edad y con una bolsa en la mano aceleraba el paso y desaparecía de su vista con mucha prisa, como si algo muy urgente la impulsara a ello. Por allí pululaba también un hombrecillo calvo que había cruzado para mirar lo que acababa de acontecer.

Lo que vio ese día, pese a ser visto a una distancia considerable, la dejó tan sobrecogida que durante unos minutos permaneció sentada en el salón-comedor con vistas al cauce en silencio, cavilando qué era en realidad lo que acababa de presenciar. Obviamente era un suicidio,  se dijo al cabo del rato, algo de lo que la gente hablaba con frecuencia en aquellos tiempos más de lo habitual. Se acordaba de una vecina del Raval que había perdido así a sus dos hijos en un lapso de tres años. ¿Qué está pasando?, se preguntaba. Telefoneó a su hermana para contarle la anécdota, excitada todavía. Después de unas horas, mientras bajaba a pasear a Jackie, su bulldog inglés, pensó en aquella mujer que había visto correr como alma que lleva al diablo.

¿No era extraño que no se hubiese detenido ante aquella desgracia?. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué debería de haberlo hecho?.¿Es que acaso no había gente que tras un atropello delante de sus narices, pasa rápidamente ante la escena sin inmutarse, escupiendo en el suelo las cáscaras de la bolsa de pipas?.¿Por qué tendemos a creer que todo el mundo tiene que ser tan morboso como nosotros?. Quizás aquella señora iba con prisa y no reparó en el suicidio o bien vio a la mujer antes de lanzarse al vacío y pensó que nada había ya que hacer. Pero entonces, si fue así, ¿no es de una crueldad extrema no intentar evitar la tragedia, quizás tratando de convencer a la suicida de que desista de su acción?. En este último caso ¿por qué nos vemos impelidos a evitar la muerte del prójimo?.En definitiva ¿no han tomado su fatal decisión libremente?. Entonces su muerte solo debería preocupar a un reducido número de personas, las que posiblemente lo habían dejado de querer.

Estas eran algunas de las preguntas que mientras paseaba atada a su perrita se realizaba la única persona que creía haber visto un suicidio que en realidad era un crimen. Un cruel y despiadado crimen, más vil si cabe por la intrascendencia otorgada por la homicida a su acción. Los inquisidores  dormían de un tirón tras largas jornadas escuchando a sus víctimas destrozarse la garganta suplicando. Lo cierto es que Xon había dormido muy bien, quizás igual de bien o mejor que cualquier otro día. Era consciente de que podía acabar en prisión, perder a su familia y a su querido hijo pero, tras reflexionar por un momento mientras fregaba los platos, visualmente recreó el instante, reparando de nuevo en que no había nadie en los alrededores y que, al fin y al cabo, estos no dejan de ser asuntos intrascendentes en una ciudad tan repleta de puentes y pasarelas. Sencillamente había ocurrido. No lo había planeado, tampoco era un accidente, era pura y sencillamente una decisión preclara pero sin maldad. Había matado, sí, pero no cabe duda, cavilaba, de que en realidad no había hecho daño a nadie. Esa señora ya había cumplido su ciclo vital y, desgraciada ella, había tenido la mala suerte de pasar a su lado aquella mañana por el puente, como la cucaracha que tiene la mala fortuna de cruzarse ante nosotros antes de que la destrocemos con contra el suelo. “Incidente”, eso era todo. Un terrible y lamentable incidente.

¿Por qué tenemos ese interés en lo macabro, en la muerte?. Los programas de televisión se pueblan de morbosos crímenes y alcanzan grandes cuotas de audiencia. Es posible que cumplan una función social y que, gracias a ellos, nuestro instinto criminal se atenúe. Por eso se informa a diario, en primera plana, de todo tipo de sucesos macabros que nos enganchan al morbo mientras nos aleccionan sobre lo que no debemos hacer. Pero también es posible que esa sobredosis macabra infunda valor a quién está ya pergeñando su terrible idea.

Mariana daba el último trago al Cardhu desde el balcón con vistas al río mientras meditaba sobre el suicidio. De repente una idea comenzó a rondarle en la cabeza. ¿Cómo es posible que alguien sea tan frío para no dar importancia a que una persona se esté encaramando a la baranda del puente y no trate de impedirlo?. Si es así, esa persona bien podría matar a otra sin sentir nada, con total y pulcra frialdad. Llamó inquieta a Manuel, todavía era pronto  y sabía que su turno acababa a aquella hora.

–  Hola Manu.
– Hombre, cuanto tiempo, guapa. Hacía semanas que no llamabas.
– Escucha. ¿Sabes que el otro día vi el suicidio de la vieja?.
– ¿El del puente de Santa Teresa?. No me digas. Pobre mujer, la soledad, el hastío. ¿Sabes que cobraba 250 euros y vivía sola en un quinto sin ascensor?.
– Creo que no fue suicidio. Creo que la tiraron. No me digas cómo, porque no lo vi, pero es una intuición. Esa mujer…
– ¿Estás segura de lo que dices?. ¿De qué mujer hablas?
– Justo cuando cayó al vacío vi a una mujer corriendo en la parte final del puente. Al principio pensé que sería alguien pidiendo ayuda. Pero ahora no paro de darle vueltas y creo algo no encaja.
– Bueno. Puede que sea solo una sensación, una simple intuición de las muchas que tenemos pero que no pasan de eso. El forense dice que la caída fue limpia.  No hay indicios de violencia ni impresiones en el cuerpo más allá de las provocadas por el impacto….la abuela no tenía ya a nadie. Todo encaja, no le des más vueltas.
– Sí, es fácil decirlo cuando tienes una pelota que no te deja comer en la boca del estómago.
– Bueno, de todas formas le echaré un vistazo al asunto. Ya sabes que yo no tengo mando en plaza pero algo puedo hacer. No te preocupes, Marian, relájate, yo te llamo en unos días.
– Gracias, tengo tanto que agradecerte Manu.
– Tanto tiempo sin vernos. Pero ya verás cómo no es nada, de verdad. A ver si  nos volvemos a ver pronto.
– Un beso, Manolico.

Manuel preguntó por el asunto. Mariana siguió con el runrún durante varios días y esperaba firmemente su llamada. El Jueves al acabar el turno le llamó. Había algo. Una cámara de seguridad de una tienda que tenía una posición oblicua al puente había registrado una sombra oscura junto a la anciana antes de caer en picado. Era imposible saber si aquello era un efecto de la cámara o verdaderamente otra persona que estaba junto a la supuesta suicida. Lo cierto es que se apreciaba a otra persona circulando a buen ritmo en línea recta después de la caída. Ya era algo. No obstante se dieron instrucciones para que aquello no saliera de allí. Solo Manuel había roto la confidencialidad: Mariana ya lo sabía. Era suficiente. Nadie sabría explicar la forma concreta en que la noticia saltó a la prensa. La forma en que el rumor había llegado a la redacción del diario L. y poco después se había convertido en la comidilla de todo el barrio sería extremadamente difícil de averiguar pero no difícil de intuir.

El asunto como era lógico llegó pronto a oídos de Xon. No obstante se seguía sintiendo segura. Tan interiorizada tenía su inocencia que continuó con su anodina vida. Incluso comentaba con las vecinas la barbaridad de lo acontecido. En el fondo, pensaba, no había obrado erróneamente. La vida te ofrece, en contadas ocasiones, la posibilidad de ayudar a alguien a dejar de sufrir, era un pensamiento en el que creía firmemente desde la época en que había visto morir de cáncer terminal a su madre. No obstante también era consciente de que la mente juega en ocasiones muy malas pasadas.  Aquellos rumores insistentes: era una mujer joven, había que atraparla a toda costa porque podía volver a matar, un ser así no se merecía vivir… Toda aquella opresión moral comenzó a hacer mella en su propias convicciones. Semanas después comenzó a sentirse mal, realmente mal. Lo que en un principió se achacó a su sobrevenida menopausia, fruto de la intervención en dónde se le extrajo el último ovario que todavía producía óvulos, acabó convirtiéndose en una terrible y fulminante depresión nerviosa. De repente, era ella ahora la que sentía la necesidad de  ayuda, era ella y solo ella la que se veía cayendo por aquel puente. No era tanto una duda sobre si su acción fue correcta como un temor a que, en realidad, todo hubiese correspondido a su drama. Aquel terrible drama con el que se le había privado para siempre de la posibilidad de crear nueva vida.

Por las mañanas, casi como si se tratase de una obsesión enfermiza, cuando regresaba con la compra se detenía un buen rato en el lugar en el que había sucedido el incidente, aquel lamentable instante en el que había arrebatado una vida. Depositaba las bolsas en el suelo y se apoyaba en la baranda como lo había hecho la pobre anciana. Después de observar la zona del impacto en el hormigón que contenía todavía una tonalidad más oscura fruto de la abundancia de la sangre, porque aquel río reseco no solía más que llevar un minúsculo hilo de agua, permanecía con la mirada perdida sin hacer ningún movimiento. Se sorprendía de que todavía se pudiese distinguir. O quizás estaba enloqueciendo y solo ella lo veía. Miraba hacia la iglesia de San Juan, hacia las casas que despuntaban desde la mitad del casalicio con la imagen de San Agatángelo. Pero no podía dejar de volver a mirar al suelo, al criminal suelo.

Uno de aquellos días Mariana, Marian para los íntimos, estaba apoyada en la baranda, asomada a su balcón y, como era su costumbre, la mirada se fijaba en el lugar. El destino quiso que aquella mañana fuese a la misma hora en la que Mariana meditaba sobre si era preciso el suicidio. Observó a la joven mujer y algo que no sabría describir le reveló que era ella. Poco después Xon se derrumbaba ante el comisario. Solo entonces tomó verdadera conciencia de la trascendencia de su acción: no por el crimen sino por lo que este suponía para la colectividad y las devastadoras consecuencias que en el futuro se cernirían sobre su familia, sobre su hijo y el estigma que le acompañaría para siempre. Ella sería la asesina del puente de la virgen, de la que todo el mundo hablaría.  La ciudad, conteniendo el aliento, respiró aliviada: un breve respiro en aquel mar de cotidianeidad de una ciudad poco acostumbrada la crimen pero sí a la muerte autoinflingida. El barrio se sintió un poco menos culpable.