La casa permanecía cerrada a cal y canto desde hacía muchos años. El tiempo y el abandono habían obrado para mal en ese edificio de dos plantas de la calle Rector, deteriorándolo, como a otros muchos del barrio. En la actualidad se veía muy dañado, viejo, calamitoso… desconchada su fachada, y desvencijadas sus puertas y ventanas; su estropeado aspecto se mostraba triste y aciago, era como un anciano que, habiendo soportado mil y un avatares en su larga vida, se erguía ya con dificultad, pero superando aún la fuerza de la gravedad, que lo atraía hacia el suelo, y asumiendo al fin que la batalla estaba perdida.

Era evidente que la vieja cañería que bajaba ruinosa desde el canalón del alero del destrozado tejado, en breve se estamparía contra el asfalto, cayendo vencida, como un hidalgo caballero derrotado en un torneo medieval. El único balcón, a malas penas se mantenía firme. El hierro forjado de su baranda trasmitía aún, sin embargo, después de un siglo de existencia, la esmerada y detallista factura del herrero, así como el buen gusto de sus dueños.

Sin embargo, ella lo mira de reojo cuando que pasa por la calle, triste y avergonzada a la vez, recordando sus días pasados, sin querer ser reconocida por él, como si de una persona se tratase. Porque seguro que lo hace. La reconoce. Y con su mirada le suplica que no lo derriben. Que haga algo. Que no lo deje morir.

Hoy, como en las otras ocasiones, le ocurre lo mismo, un pálpito le acelera el pulso, la emoción embarga su ánimo. El edificio conserva aún para ella, el hálito de vida que antaño la mantuvo feliz. Porque entre el decrépito edificio y ella, existe una relación lejana. Un vínculo que los une para siempre…

Y cree que desde el balcón la observa con ojos antiguos; ahora a las dos, discretamente, y le refresca así la memoria de una ingenua e ilusionada etapa de su vida.

Pero Elisa sabe que pronto no estará ahí, esperándola a que ella circule a diario por delante, a lo largo de su estrecha acera, cogiendo de la mano a su pequeña, de vuelta del colegio. La demolición es inminente. Un cartel así lo indica. “El edificio amenaza ruina. Es peligroso para los viandantes… es necesario derribarlo… Definitivamente se impone la nueva construcción fría, gris, minimalista…” Esa noche Elisa sueña con él, con su irremediable situación.

“Cada día que pasa, cuenta en su contra”- piensa para sus adentros. Un día más… es un día menos de historia viva. De su propia historia y la de tanta otra gente… en un barrio singular. Y cuando llega a su casa, un piso con todos los adelantos, y las comodidades modernas, sigue pensando en él por un rato, y en sus antiguos habitantes, hasta que su hija le obliga a prestarle toda su atención.

Entonces se acerca al teclado de su piano…  y recuerda…

La mañana había comenzado calurosa como de costumbre en agosto. A las diez el sol hacía ya valer toda su fuerza. Elisa había escogido una blusa blanca de batista perforada, con volante en la pechera con manguitas de farol, y una falda de mucho vuelo, en azul turquesa, que había planchado el día anterior. A sus dieciséis años y su esbelta figura, todo le favorecía. Se despidió de sus padres, al tiempo que cogía un gran cesto de mimbre lleno de huevos. Salió a la calle resuelta, casi vertiginosa, lo que le hizo llevarse una regañina por parte de su madre, dado el frágil material que portaba.

–  No tardes. No te embobes, nena. Lleva cuidado con los huevos, y no pierdas el dinero que te den- Era lo de todos los viernes. Se sabía de memoria lo que su madre le iba a decir.
– Claro, claro. Bien, no te preocupes mamá. No iré saltando… descuida… Y no haré ninguna tortilla.

Conocía su tarea. Era la encargada de vender los huevos, cada semana, repartiéndolos por las casas del barrio del Raval. Otros días lo era su madre.

Desde su casa en la calle de Portes Tafulles, salía hacia la de La Mare de Déu de L´Assumpció, una de las más importantes, sino la más, por ser la dedicada a la Patrona de la ciudad; después subía hacia la estrecha y recta calle Espí, atravesando por Sant Roc, y pasando por la de la Mare de Déu de la Soledat. Desde ahí avanzaba por otras, menos transitadas, a veces en zigzag, hasta llegar a la calle Rector. Allí se detenía siempre un rato, para, si tenía suerte, oír la melodía de un piano. Otras veces el recorrido era más largo, acercándose hasta las inmediaciones de la Parroquia de San Juan, y la calle Ángel, al final del barrio. Y ya de vuelta a casa, a lo largo de la calle de San Juan, pasando por la Plaça Major del Raval y siguiendo recto por la calle Major.

Al torcer la esquina de la calle Fossar, lo oyó. Entonces apresuró el paso. El sonido de los acordes del piano se podía escuchar un poco desde allí. Al llegar frente al balcón, se paró en seco, apreciando ya con toda claridad la dulce melodía que salía, gracias a las puertas abiertas del balcón.

Esta vez era el profesor quien tocaba al piano una sonata de Beethoven: “Es la número 5, Opus 10”, le oyó decirles a sus alumnos, -dos adolescentes de trece y quince años, hijos de una familia acomodada del centro de la ciudad- para que apreciaran cómo se debía hacer correctamente. Aun sin ver los delicados dedos del pianista suspendidos cadenciosamente sobre el teclado, a ella le pareció sublime. A continuación, el breve recital siguió con una de sus preferidas, una pieza de Chopin: “El Estudio en Mi Mayor”, les comentó esta vez a sus pupilos, antes de ejecutarla con extremada delicadeza. Elisa permanecía inmóvil, escuchando con deleite toda la música que volaba primorosamente hasta sus oídos.

Los chicos acudían dos días por semana al piso-estudio del viejo profesor, Don Federico Leal. Allí vivía solo, pues era soltero y apenas tenía familia en su Guadalajara natal, a la que sólo añoraba en verano, pues llevaba mal los calores ilicitanos. Una escasa pensión de maestro jubilado era todo lo que tenía para subsistir, así que le eran del todo imprescindibles las clases de piano, cosa que, por otro lado, le complacían mucho.

-Y ahora os toca a vosotros, demostradme lo que habéis aprendido. Vamos, tocaremos para finalizar “Para Elisa”, a cuatro manos.

No podía creerlo. ¿Había escuchado bien? Era su nombre. El corazón le dio un salto. El rubor le subió rápidamente por la cara, hasta ponerse roja como un tomate… pero no pudo moverse. Siguió allí de pie, inmóvil, agarrando fuerte la cesta, ya casi vacía, hasta que la armoniosa melodía cesó.

De  vuelta  a  casa  intentaba  recordar,  tarareando,  la  delicada  Bagatela  del Maestro Beethoven. Decidió que volvería el siguiente viernes, a la misma hora.

Así sucedería durante todo el verano.

Una de las veces, justo después de marcharse los principiantes, y ella misma, Don Federico salió precipitado al balcón.

¿Te gustaría aprender a tocar el piano, chiquilla? – le preguntó apoyándose en la bella filigrana de hierro. Seguro que disfrutarás… porque ya veo que te gusta la música. Cuando lo decidas, ven a verme… Yo soy Federico. Y tú… ¿Cómo te llamas?

Desde aquel día habían transcurrido muchos otros, de agradables mañanas de sábado aprendiendo a tocar “el más bello instrumento musical jamás inventado… el piano forte”, según le explicaba el viejo profesor.

El tiempo se le pasaba volando, estudiando solfeo, leyendo aquellos signos, ininteligibles al principio, para Elisa, pero que, con el tiempo, se convertirían en sus más íntimos amigos. Y de ahí en una profesión.

Federico se había marchado ya de su casa, de su bonito balcón, al que adornaba con floridas macetas. Una residencia de ancianos gozaría durante un tiempo de sus dotes e ingenio musicales, hasta que las fuerzas y la memoria le abandonaran definitivamente.

Su cuidado piano, con todas sus partituras, y algunas fotos, que guardaba en una caja de lata, fueron lo único que le dejaron llevarse. Pero no le hacía falta nada más.

Elisa piensa que nunca le ha agradecido lo bastante el interés y el cariño que Federico depositó en ella desde que comenzaran las clases de piano, pues su vida cambió por completo desde entonces. Sería su punto de partida hacia un futuro profesional. Lo piensa cada vez que toca con su hija la composición musical “Para Elisa”, con ágiles y bien aprendidos dedos, cada vez que van a visitarlo al asilo. Pero, sin embargo, él lo sabe, conoce el sincero agradecimiento de la pianista, lo ha sabido desde el principio; y aunque ya no la reconozca en sus visitas a la residencia, el oído no lo ha perdido aún. Sigue oyendo perfectamente todas las composiciones en su cabeza.

Entonces ella toca la melodía… y él la recuerda… desde el balcón.