(Basado en hechos reales)
No sabía muy bien cómo había llegado a aquella situación ni por qué había aceptado la encomienda, pero lo cierto era que estaba allí oculta entre las palmeras esperando ver aparecer a su confidente. Al otro lado de la calle se abría un barrio de edificios color salmón en forma de semicírculo, que dejaban espacio a varios patios interiores. Ya fuera por la poca iluminación, a la que las farolas fundidas contribuían, por el destello proveniente de las hogueras callejeras surgidas del frío de aquel 5 de enero de 2014, o porque se sentía observada por sus vecinos en la distancia, la atmósfera resultaba desoladora.
Un coche deportivo se detuvo en el perímetro de la barriada ilicitana a unos metros de ella, momento en que salió de su escondite y se acercó. El conductor le entregó un pequeño libro en cuanto ella pronunció las palabras clave y salió a todo gas. En aquella Antología poética de Miguel Hernández destacaban algunos versos subrayados de Nanas de la cebolla del año 1939: Es tu risa en los ojos la luz del mundo; Siempre en la cuna, defendiendo la risa pluma por pluma. No le costó mucho deducir a dónde debía ir: en la ciudad sólo había un lugar que hiciera honor a esas palabras. En el instante en que dejó atrás los huertos de palmeras y llegaba a Puertas Coloradas, se dio cuenta de que la seguían —eran ya muchos años en esto. El paso frenético terminó entonces convirtiéndose en huida por las estrechas calles del Raval.
No muy lejos de allí, al otro lado del río, alguien rebuscaba en la basura sobras que llevarse a la boca —restos comestibles de verdura, de cebolla. Empujaba un carro de compra con sus escasas pertenencias, con cartones y mantas con que montar una cama temporal. La humedad de los últimos días le había obligado a abandonar su refugio bajo el Puente de la Generalitat. Manolillo era un buen hombre —quien lo conocía estaba seguro de ello—, pero a veces la vida te juega malas pasadas. Su figura enjuta a la par que desaliñada le hacía parecer mucho más mayor de lo que era. Respondía a los desprecios con una sonrisa en la boca y, a pesar de todo, tenía la firme determinación de salir adelante, de desterrar sus adicciones antes que éstas le desterraran a él. Fue así como decidió cruzar la pasarela pintor Vicent Albarranch con la esperanza de que las risas intermitentes mezcladas con el olor a frito provenientes del bar al otro lado fueran una señal inequívoca de que su suerte iba a cambiar.
Tomó un respiro, agazapada tras un contenedor. Había conseguido zafarse de sus perseguidores gracias a su forma física, al menos momentáneamente: tarde o temprano darían con ella, por lo que debía darse prisa en encontrar lo que buscaba. Una revolución a gran escala se desencadenaría si caía en manos equivocadas —era el único dato del que disponía, aparte de las señas de aquella antología poética, que le habían hecho llegar a una verja blanca de una antigua casa, entrada de la tetería La Cuna.
Desde fuera una música con aires rockeros ratificaba el cartel con la actuación de Los Tutankamones. El local estaba lleno de gente enfervorizada que jaleaba al ritmo del cantante, un tipo ataviado con boina negra y unas grandes gafas de sol con borde dorado que se hacía llamar Hakim KaraKin KolKastee. Podría pasar desapercibida entre aquel tumulto, no sólo porque Hakim concentraba el foco de atención sobre una tarima situada al lado de la puerta, sino porque su falda hippie de coloridos estampados no desentonaba.
Fue abriéndose camino hasta pasar unos seudoarcos y alcanzar la barra, que era la antesala de una zona interior más tranquila, una especie de patio techado con mesitas. Las paredes con incrustaciones de piedra rústica, el techo de vigas de madera, junto con la variada decoración oriental o tribal proporcionaban una sensación acogedora. Artistas asiduos de conversación amena cerraban tratos para los próximos bolos acomodados en sus taburetes.
La demanda de absenta rebajada con agua fría aumentaba por momentos, hasta que alguien se animó a sacar la armónica para unirse a la banda de manera improvisada ante la expectación de la audiencia. Era entre ese ambiente mágico y bohemio donde esos fragmentos de poesía hernandiana debían cobrar sentido.
Al fondo del escenario, un dibujo de dos casas amorfas paralelas sobre el que se podía leer La Cuna parecía tapar una ventana. Entró en pánico al descubrir que una gran máscara de caoba colgada justo en la pared contigua, un barbudo cuyas cavidades oculares despedían luminosidad, se ajustaba a esa descripción: Es tu risa en los ojos la luz del mundo. Si eso era cierto, ¿cómo iba a conseguir examinarla? Una vez en el patio techado escudriñó las habitaciones anexas. Cuando empezaba a pensar que el buda sentado que servía de portavelas en una falsa chimenea era su última opción, reparó en un pedestal blanco desde el que se proyectaba un foco sobre un cuadro: la luna llena, con su aura plateada, se levantaba majestuosa sobre las nubes y el mar —la luz del mundo. Miró a su alrededor antes de darle la vuelta y ver inscrito 1939 sobre el marco. No cabía duda de que el microchip con la información se hallaba alojado ahí. Sin tiempo para pensar, lo tapó con un pañuelo palestino olvidado en los primeros compases del concierto, lo apretó contra su cuerpo y se dirigió resuelta a la salida, mientras la locura colectiva se desataba ante un solo de guitarra. Ya en la calle, dos individuos con cara de pocos amigos se bajaron de un coche oscuro y comenzó otra persecución sin tregua hacia la ladera del río.
Tendría que esperar a que los clientes se marcharan para poder pedirle al camarero los pinchos de tortilla y los calamares que la abundancia les había impedido comer. Mientras tanto Manolillo siguió empujando el carro en dirección a una plaza cercana llena de bancos —conocida como la Plaça del Gall— con la idea de atisbar algún sitio seguro donde poder dormir. Justo antes de llegar, el esfuerzo hizo que perdiera el control del carro durante unos segundos, cuando se agachaba a recoger una colilla todavía humeante. Todo ocurrió muy deprisa: primero notó cómo saltaban sobre él y, al darse la vuelta, vio una silueta femenina flechada cuesta abajo con algo bajo el brazo; poco después un hombre corpulento chocaba aparatosamente contra el carro a la deriva, salía despedido de tal modo que se daba de bruces con un árbol erguido en su trayectoria; finalmente, sin más capacidad de reacción, llegaba el trompazo con el segundo de los perseguidores, tras el cual se hizo la oscuridad.
Una vez encima de la pasarela los dos individuos se detuvieron exhaustos tratando de localizarla a ambos lados de la ladera, y maldijeron su suerte al verla escapar en la lejanía por el extenso mural que decoraba el cauce del Vinalopó, hasta que desapareció rumbo al sur.
Cuando despertó, Manolillo yacía a solas con sus cosas desparramadas por el suelo y un charco de sangre en la base del árbol afectado. Desorientado recogió todo —también una extraña tarjeta de memoria que, como hacía con lo que encontraba, guardó: nunca se sabía para qué iba a servir algo.

Dedicado a José Pérez: por su importante aportación para cambiar el mundo; en cierta medida cualquier persona lo cambia, aunque no lo sepa.
Dedicado a quien robó el cuadro: habrá una 2ª parte si lo devuelve.